Extremadura. Pueblecito en los límites del Parque Nacional de Monfragüe. Verano de 1950 (año arriba, año abajo). Mediodía. Más de 40º a la sombra y ni pizca de aire.
El sabueso recorre las calles desiertas del pueblo a paso lento, levantando la nariz para captar mejor los olores que salen por las ventanas sin cristales de las cocinas por las lumbres a pleno rendimiento preparando los guisos para los que están a punto de llegar de trillar o de cuidar las cabras.
Por fin parece que capta un rastro que le gusta y lo sigue como hipnotizado hasta la puerta de una casa de una sola planta. Zagüan y cocina unidos. En su interior, a la mesa, el padre, la madre y tres hermanos se disponen a comer.
Justo cuando la madre retira el guiso de la cocina, tocan a la puerta:
- "¿Tío Angel?", preguntan desde fuera.
Todos se sonríen.
- "Pasa, pasa. Nos disponíamos a comer", contesta el padre, que es demasiado alto para la época y demasiado ancho para los tiempos que corren, sabiendo como va a terminar la conversación.
- "¡Qué bien huele!", responde el recién llegado.
- "Sí, ayer un cabrito se jirió y hoy ha habido que matarlo. El señorito nos ha regalao un cacho, así que el guiso hoy lleva chicha", aclara la madre y cocinera.
- "!Ya decía yo!. Se huele desde fuera", se explica el sabueso.
- "¿Gustas?", pregunta el tío Ángel sabiendo ya cual va a ser la respuesta. Pero no le importa, todo lo que tiene de grande, lo tiene de bonachón y generoso.
- "Pues ya que lo dices; hoy no me ha dado tiempo a preparar rancho", responde el cartero sacando una cuchara de madera de la faldiquera.
La familia hace sitio al recién llegado, asumiendo que hoy les ha tocado a ellos dar de comer al cartero del pueblo.
Esta historia está basada en una anécdota que mi padre me ha contado en varias ocasiones para ilustrarme cómo era la vida en su niñez de posguerra en un pueblo del Norte de Cáceres.